
“Y la casa se llenó del olor del perfume” (Juan 12, 1-11)
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El Evangelio de hoy es cortito y claro, léelo pulsando aquí para comprender mejor esta entrada.
Jesús acude una semana antes de morir a visitar en Betania a sus mejores amigos. Al resucitado Lázaro (que no tiene nada que ver con el Lázaro y el Hades que dieron inspiración a este blog), y a sus hermanas María y Marta.
Imagínate esa misma situación hoy en día. Es como si tu me llamas para venir a cenar a mi casa porque tienes ganas de contarme algo muy importante ya que por un tiempo vamos a dejar de vernos. 
Yo, emocionado porque son pocas las veces que tengo oportunidad de atenderte, me pongo de acuerdo con mi mujer para preparar nuestras mejores galas para recibirte: sacamos la mantelería que nos compramos cuando nos casamos, que yo pensaba que era solo para rellenar los cajones, ya que solo hemos usado una vez; la vajilla aquella que siempre pensé que compramos como objeto decoración y nunca imaginé que una salsa podría ensuciarla; y esas copas que además de servir para quitarle el polvo me di cuenta que se podían usar…
Cuando llegas a casa, hay algo que me sorprende, ya que te esperaba solo y al abrir la puerta veo que hay un montón de gente en la calle que veía siguiéndote y que se quedan en la puerta mientras tu pasas con total normalidad. Siempre pensé que eras un tipo calmado y con don de gentes, pero la tranquilidad con la que dejaste a tu corte fuera ya me indujo a pensar que tendrías algo importante que contarme.
Sentado a la mesa, llega el momento de abrir esa botella de vino de una añada que ya no se ve ni en los carnets de identidad antiguos y que yo guardaba para una ocasión tan especial como esta.
“¡María, trae la botella de vino!”. Pido a mi hermana, excelente cocinera y amante de los vinos, que nos traiga ese caldo de cosecha insuperable, que como ordenan los entendidos, ella tenía abierta momentos antes para que el vino “se oxigenara”.
María emocionada se acerca a la mesa con el vino y… ¡tropieza con la alfombra!, se le escapa la botella de la manos, se rompe y derrama todo el vino sobre mi invitado…
¡Vaya por Dios! (y nunca mejor dicho), ese vino carísimo acaba de perderse en un suspiro. Ante el estrépito y desde la puerta en la que permanecía esperando, el “amigo” de mi amigo, oportunista como siempre y demagogo como nunca, cuchichea diciendo: “..con lo que ha costado ese vino podían haber dado una limosna para Cáritas…”.
Mi amigo, desde la mesa y embadurnado en vino, le dice, “oye Judas, que los de Cáritas están todos los días dispuestos a recibir tu limosna, que por cierto podías guardar para ellos en alguna ocasión, pero este momento para mí y para Lázaro es muy importante porque quizá no nos veamos más…”
….
El caso es que he querido recrearme en esa situación para comprender aún mejor el Evangelio que hoy nos trae Juan a este Lunes Santo. Y quiero detenerme en la figura de María, la de Betania, hermana de Lázaro y Marta.
El amor de María hacia Jesús era grande. Lo admiraba como muchos (había resucitado a su hermano), lo quería como pocos. Guardaba un perfume realmente especial con el que quería agasajar a Jesús que saldría de esa casa hacia un destino que ella desconocía.
María estaba deseosa de demostrarle a Jesús cuánto le amaba, le tenía tal devoción que se echó a sus pies, ante la mirada asombrada de todos los que la miraban en ese momento y que habían llegado a la casa acompañando a Jesús.
Seguro que le hubiera gustado exclamar: “¡Gracias por todo Jesús mío!”
María derramó todo su perfume sobre Cristo, no se guardó ni una sola gota de aquello tan valioso para ella para entregárselo a El.
Me acuerdo en este momento de aquellos que entregan su vida a Dios, que se derraman por completo a El, a los que se entregan del todo a Dios a través de la vida sacerdotal, de la vida religiosa. De los que se entregan totalmente a Dios sin dejar una gota de sí.
¿Derramamos nosotros todo lo que tenemos, por muy valioso que sea, a los pies de Cristo?
Él sí lo hizo por nosotros.
Jesús derramó hasta la última gota de su sangre para que cada uno de los que pisamos esta tierra fuésemos dejando el olor de su perfume.
Esta mañana al oír al cura en la consagración no puede evitar hacer el paralelismo con lo ocurrido con María y su perfume: “…éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros para el perdón de los pecados…”
Han sido dos ejemplos que me han variado mis esquemas en el día de hoy que tenía pensado escribir de otra cosa. Nunca terminaré de aprender que no son “mis esquemas” sino “Sus esquemas”.
El primero, para imitar a una mujer que derramó a los pies de Jesús lo mejor de sí para agradecerle cuánto le había dado.
El segundo, reparar en un hombre que se dejó matar para que todos los que aquí quedamos seamos conscientes que Dios quiso que ni más ni menos que su Hijo derramara hasta la última gota de su sangre para perdonar nuestros pecados del día a día.
No me quiero poner trascendente, bajemos al nivel de nuestra vida cotidiana. Esta tarde de Lunes Santo, cuando estés contemplando, porteando o admirando esa imagen que tanto te emociona, trata de pensar por un momento en quien está representado en esa talla y cuánto El hizo por tí. Piénsalo de verdad. Piensa en cuanto hacemos los hombres unos por los otros y cuánto hizo el Cristo representado en ese trono.
Y piensa también en cuánto haces tú, no hoy que le estás llorando o que lo estás llevando en tu hombro, sino en cuánto de ese perfume carísimo que es tu tiempo fuera de la Semana Santa, el resto del año, cuánto estás derramando a sus pies.
¿Estamos sacrificando algo por Jesús?
¿Se está llenando tu casa, tu vida, del olor de su perfume?
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Actitudes de Semana Santa: sacrificio por Jesucristo.
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Lázaro Hades.
Gracias Dios mío por tu amor infinito.
Toda la vida me resulta pequeña para poder agradecer el favor que me has hecho al elegirme discípulo tuyo.
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